Salió a la calle y vagó por la ciudad. Se dirigió a la estación del metro y sintió vértigo al bajar las escaleras. Se detuvo unos instantes; resolvió seguir. Compró un boleto y pasó el torniquete. Recordó aquella vez, cuando hizo un reportaje sobre el subsuelo capitalino: Underground. Un viaje al fondo de la Tierra.
Aquel día, cuando emergió de ahí todo le había sobrevivido; su cartera intacta. Hizo a un lado las leyendas que había escuchado sobre las terribles entrañas chilangas. Su ejercicio periodístico le había mostrado que en cada historia había más de una verdad. —¿Y la verdad periodística, a quién le importa? — Confirmó que la verdad de los pasajeros del metro es distinta a la de quienes transitan en cuatro llantas sobre la capa de asfalto.
Tropezó con un transeúnte y salió de sus cavilaciones; verificó la dirección y tomó la ruta Indios Verdes; decidió caminar por el Centro Histórico. Quiso olvidar encierros y oficinas, perderse entre cientos de personas y ser uno más de esos seres sin rostro. Atravesó las puertas del vagón y se dejó llevar por el flujo de la gente.
Apenas había espacio para su cuerpo. Vio rostros indiferentes, miradas lascivas en busca de alguna emoción, cabezas perdidas en el sueño —¿Cuántas horas-hombre se gastan en los traslados diarios? Slim no tardará en equipar los vagones con realidad virtual para hacer más llevadero el viaje de los usuarios—. “Aún en el túnel, tu territorio es Telcel”. —No faltará mucho para que la Sociedad Protectora de Animales consiga permisos para viajar con los perrijos—. “Ellos también son seres vivos y merecen un trato digno”.
Los chavos de la calle ofrecían su espectáculo de vidrios. Los vendedores ofertaban baratijas chinas y ensordecían el ambiente con rolas de moda —Ni una méndiga limosna—. Todos juntos conviviendo en armonía, como una gran familia. Abel recordaba pasajes en cada abrir y cerrar de puertas. Desde siempre, el sonido de los rieles le había evocado una historia de zombis deambulando por las tripas de un gusano gigante.
Las puertas se abrieron de nuevo y, como pudo, se subió un tipo con una guitarra; empezó a cantar: “es el amor, es el amor...”, en eso alguien lo aventó y el mástil de su guitarra le dio en la cabeza a un hombre que se prendió como mecha. Empezaron los forcejeos y las mentadas. Todos se protegían y ponían cara de chilangos malditos.
Una señora tiró un manotazo y le mentó la madre a quien le cayera, pues alguien la estaba manoseando. Un anciano se aprovechó y sin recato bolseó a una señorita que no paró de arreglarse las pestañas. Él recordó el lejano tiempo en que vendía libros con sus amigos y leía a los autores clásicos en voz alta con una dicción perfecta; lo tomaban como práctica para repasar sus clases de idiomas y de oratoria. Ahora sólo veía degradación.
El metro se detuvo y aparecieron los policías. La música de fondo no paró. Abel abandonó el vagón y entre el alboroto se escuchó la canción del Gallo Elizalde: “cómo me duele, cómo me duele, cómo me duele que te saquen a bailar...”, alguien más seguía mostrando videos y otros hacían su comercial de uesebés con 200 canciones de moda.
Se alejó y todo se perdió en un eco confuso. Continuó sin asombro y vio a los tímidos indígenas descalzos que esperaban la siguiente parada. Seguían explicando, con un papelito mal escrito, su lamentable situación para ver si podían comerse un taco, gracias a la caridad de los viajeros. Sacó una moneda y se la dio a un niño que lo miró a los ojos. Abel sintió ganas de abrazarlo. Se contuvo. Transbordó.
Apenas unos pasos y el panorama ya era otro. Las vitrinas exhibían instrumentos musicales, fotografías de músicos de antaño y los vestuarios que lucieron en sus momentos de gloria. Siempre dudó de esos esfuerzos culturales en el subsuelo. De qué servían si la gente caminaba apresurada e indiferente, sin percatarse de nada.
Más adelante, libros puestos en unos anaqueles esperaban a un lector que nunca llegaría. Antes de salir escuchó un karaoke; un tumulto hacía fila y admiraba en silencio al interprete en turno, quien apretaba el micrófono y cantaba poseído: “por tu maldiiiiiito amooooor, quisiera reventarme hasta las venas...” —Lo que me faltaba—.
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