Nos ahorraríamos muchos problemas y desavenencias si captáramos las cosas con objetividad, si dejáramos de estar juzgándolas y ponerles más atención.
Conocer y enjuiciar
Conocer y hacer juicios de la realidad son cosas distintas. Lo podemos entender claramente, sin embargo, en la práctica resulta sumamente difícil captar las cosas tal y como son sin distorsionarlas, es decir, ser objetivos. La razón es que la objetividad es un hábito difícil de arraigar y curiosamente poca gente se plantea adquirirlo, es toda una disciplina mental que urge. La razón de fondo es muy simple: que nuestro entendimiento coincida con la realidad de lo conocido. En esa distorsión viene una legión de errores y de malos entendimientos.
Pero hay algo adicional: que más que conocer, solemos interpretarlo. Al hacerlo podemos confundirlo creyendo que esa interpretación es tal como se nos presentó, o sea, confundimos los hechos -lo sucedido o lo dicho- con lo interpretado.
¿Cómo empieza la subjetividad?
Nos explicamos, por más delgada y transparente que sea la media de nylon ella está entre la zapatilla y la pierna. Puede casi no verse pero ahí está, de la misma manera el juicio o la interpretación está entre el entendimiento y las cosas conocidas. Esa media de nylon hace que las cosas no se vean igual y puede ser tan fina que deja de sentirse, lo mismo ocurre con la interpretación y el juicio inmediato.
Un arraigado vicio
Pero si crees que el problema de entender la realidad se reduce a tener claridad de entendimiento, prepárate porque viene algo poco atendido: el vicio de estar juzgando los hechos. Esto ocasiona que estemos piense y piense; es un vicio muy arraigado que nos aleja de la realidad y nos saca del momento presente y lo peor, sucede sin darnos cuenta. Es decir, no estamos del todo presentes en el presente. Una parte de la mente vaga, otra atiende el momento, como las muchachas reunidas en la mesa atendiendo su celular interactuando poco entre ellas reduciendo su disfrute.
Estos pensamientos y juicios inmediatos provocan una cadena de pensamientos, éstos pueden provocar cadenas de amarguras o de bienestar; un estado emocional, una manera de sentirse que se hace costumbre, luego una actitud que predomina sobre otras arraigándose, y termina notándose en las expresiones del rostro y en la forma de caminar, de hablar, es decir se somatizan y nos hacen ver la vida a través del cristal con que la juzgamos.
La autoestima
El estar enjuiciando las acciones y omisiones que hacemos, las interacciones con los demás y lo que la conciencia nos revela y hace sentir, de la suma de todos estos pensamientos se forma algo muy delicado: la opinión de uno mismo, o sea, la autoestima. Ella refleja en gran parte lo que pensamos de nosotros mismos y la naturaleza de los juicios que nos hacemos: amorosos, justos, exigentes, exagerados, rigurosos, carentes, acompañados o solitarios. Es sumamente delicado enjuiciarnos a nosotros mismos, sin embargo, el vicio de estar piense y piense lo facilita. Al juzgarnos y al juzgar a los demás nos creemos como dioses. No tenemos autoridad para juzgar, todos somos igual de mortales.
Como podemos ver la mente nos atrapa, es como una jaula que nos encierra sin darnos cuenta de que la puerta está abierta. La mente nos atora en el pasado con la culpa, las carencias, el victimismo, o en el futuro con las preocupaciones y ansiedades. Por esto nos cuesta vivir el presente y por darle demasiada importancia a todos estos pensamientos. Quedando atrapados finalmente en la telaraña de pensamientos... en la telaraña de la mente.
¿Cómo salir de esta trampa?
Salir más, sociabilizar, no hay nada más delicioso que la interacción con quienes estimamos y queremos, conocer gente nueva, aprender de ellos, servirles en lo que podamos nos aliviana el alma y desaparecen las preocupaciones, al escuchar y atender a los demás nuestros pensamientos dejan de ser desproporcionados o salen volando por la ventana.
“Sed como los niños”.
Los maestros del momento presente son los niños, viven y reaccionan intensamente cada momento, al sentirse muy mal simplemente lloran a todo pulmón y se liberan, y al poco tiempo vuelven a jugar como si nada. Esto los hace sencillos y nada complicados, por eso atraen tanto e interaccionan muy fácilmente con los desconocidos. Los prejuicios en cambio nos impiden sociabilizar prontamente.
La mente es la causa del sufrimiento y de vivir una vida paralela a la realidad. La realidad no duele, “lo que duele son las expectativas de ella que no se dan” (Luis Cabodevilla, Hombre y Mujer, ed. Herder).
La atención
¿Qué nos conecta con los demás y con lo que nos rodea? Ponerle atención. Estar distraídos nos saca de la realidad, es más: la atención nos vuelve inteligentes y la distracción nos atonta, los accidentes por el celular, por ejemplo, un peligro real.
El poeta italiano Gabriele D’Anunzzio nos hace ver las dos realidades de la vida humana, en una describe a un guerrero mortalmente herido que se levanta después de la batalla “caminaba vivo pero estaba muerto” y en “La lluvia en el pinar” describe la sensación de la lluvia cayendo sobre un bosque de pinos, el sonido de las gotas al caer, el canto de las cigarras, el color de las hojas, el sentir la lluvia en la piel, el olor que desprendían los pinares y su sonido por el viento, todo haciendo sentirte una experiencia inmersiva en ti lector... si estás atento.
La atención nos conecta. Pero también demasiada atención nos abstrae. Eduquemos nuestra atención.