El pasado 10 de septiembre Charlie Kirk fue asesinado de un disparo. Figuras de las dos corrientes políticas con más fuerza en Estados Unidos, demócratas y republicanos, condenaron lo sucedido; en cuestión de horas el sospechoso del atentado fue detenido.
La justicia parece pronta y expedita, pero surge una pregunta de fondo: ¿qué tan útil es la eficiencia en casos individuales si no se enfrenta la raíz del problema? En Estados Unidos, miles de personas mueren cada año a causa de las armas de fuego.
Kirk, al igual que el senador colombiano Miguel Uribe Turbay, asesinado hace unas semanas en Bogotá, hablaba sobre armas al momento de ser asesinado con una. No son hechos aislados. El hemisferio enfrenta una verdadera crisis regional en torno a la violencia armada que, aunque recorre todo el contiente, tiene raíces distintas.
Los ataques en Estados Unidos responden al extremismo ideológico, los discursos de odio y los trastornos mentales ligados, en buena medida, a la crisis de opioides; en México, al control social y territorial impuesto por el crimen organizado, y en Colombia, a una polarización política extrema.
El politólogo Robert Putnam advirtió desde el siglo pasado que la erosión de los lazos comunitarios genera condiciones óptimas para la polarización política y la violencia (Putnam, Bowling Alone, 2000). Hoy esas fracturas se vuelven tangibles, cada vez con más fecuencia: líderes de opinión atacados en universidades, candidatos a puestos políticos ejecutados en campaña, periodistas perseguidos por no elegir el silencio.
En México, la situación es todavía más grave. Los atentados contra actores políticos y comunicadores se han vuelto tan cotidianos que ya no generan la indignación proporcional. La violencia se ha normalizado en tal medida que lo extraordinario es cuando un caso logra obtener justicia. México ocupa el puesto 118 de 142 en el Índice Global de Estado de Derecho del World Justice Project. Este abandono institucional no sólo revictimiza, sino que alimenta la espiral de violencia.
Lo que une a Estados Unidos, Colombia y México es la incapacidad política de debatir sin violencia. Los casos de Kirk y Uribe Turbay deberían recordarnos que no basta con detener a los responsables. El problema es estructural y mientras la polarización política siga alentando discursos de odio que legitiman la violencia, el ciclo se repetirá.
La impunidad no puede seguir siendo el común denominador y urge reconocer desde las más altas esferas, en todos los niveles de gobierno, que la protección de la libertad de expresión de candidatos, periodistas, activistas, empresarios, académicos e instituciones religiosas es un pilar fundamental de la democracia. Sin ella, lo que se erosiona no es sólo el derecho a pensar diferente sino cualquier posibilidad de un país menos violento.
La justicia eficaz es valiosa, pero insuficiente. Lo que el continente necesita es valentía política. Regular las armas con seriedad, combatir la impunidad con hechos y no con discursos, y reconstruir un espacio público donde el desacuerdo sea legítimo y el asesinato, impensable.
La democracia en América se tambalea. O se regula con seriedad el acceso a las armas, se garantiza justicia efectiva y se frena la espiral de polarización, o el continente se acostumbrará a vivir bajo la ley del más armado. Y cuando las balas deciden quién puede hablar, hemos perdido.
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La autora es Valeria Hernández Almaguer (@ValaAlmaguer), subdirectora del Seminario sobre Violencia y Paz de El Colegio de México.
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Seminario sobre Violencia y Paz: Conocimiento aplicado sobre la violencia criminal y de la construcción de la paz desde el Colegio de México