La raíz latina de la palabra es del verbo mirari, que significa admirarse y de ahí procede el citado sustantivo miraculum, designando hechos o acontecimientos que a simple vista no ofrecen una explicación natural, al menos en el momento en que hacen presentes.
Siguiendo esta etimología, el milagro equivale a un hecho prodigioso, aunque no necesariamente y estrictamente realizado por una intervención directa del mismo Dios. A través de historia, fuera del cristianismo, algunos eventos fueron considerados como acciones milagrosas ejecutadas por alguien que poseía dones sobrenaturales y a quienes acudían para solucionas problemas.
Así se narran a quienes poseían lograr curaciones extraordinarias o poder lograr resultados extraordinarios y admirables y en muchos casos incluso resucitar muertos.
En el cristianismo, siguiendo sus raíces judías, donde se originó, el milagro es concebido desde un hecho extraordinario, ya sea en las circunstancias en las se realizó o por la oportunidad del momento de su ejecución, considerándolo como una intervención divina, ya sea directa o a través de un mediador, quien lo realizó.
En el Antiguo Testamento, en clásico palpar la intervención divina, ya sea en Moisés con su enfrentamiento al poderoso faraón en las diez plagas de Egipto, en el paso del Mar Rojo y más adelante en la travesía por el desierto. Ciertamente en estos hechos algunos alcanzan a percibir explicaciones naturales, pero, aun así, lo significativo admirable siempre será la oportunidad del momento en que se realizaron o el volumen de la cantidad realizada.
En el Nuevo Testamento es el mismo Jesús, Dios y hombre a la vez, quien realiza los prodigios y por medio de Él, en la fe, habrá quienes tendrán la capacidad de poder realizar estos prodigios y según sus propias palabras, aun otras mayores.
Para el cristianismo el concepto de milagro, como intervención divina, es un hecho que cualquiera pudiera realizar, siempre y cuando posea la fe suficiente, es decir la contemplación de Dios junto a él, así, incluso podría moveré montañas.
San Pablo, al mostrar, en el llamado el himno de la caridad, de la carta a los efesios, el mejor camino en la vida no niega la posibilidad de que alguien pueda realizar maravillas prodigiosas, que pudieran catalogarse como milagros, pero enfatiza, que, si estas maravillas no son impulsadas por el amor, no tienen mayor validez.
Para un cristiano el hecho prodigioso de un milagro, si es posible y valido pero siempre deberá tener, como base, las triples virtudes teologales; la fe, que hace presente a Dios, la esperanza, que se entrega confiadamente a Él y la caridad, amor supremo, vivido ya desde este mundo.
El milagro, para el cristiano es un acto capaz de producir maravillas, porque su fundamento es un amor desbordado en plenitud y quien lo posee es capaz de producir prodigios admirables.