El temor a la expresión artística es añejo e inconsecuente. A lo largo de la historia, cada vez que una expresión artística incomoda a la sociedad, surge la tentación de culparla de los males que retrata. Hoy, en México, y quizá en mayor medida en estados como Sinaloa, Jalisco, Michoacán, Guerrero el debate gira en torno a los corridos tumbados. Pero antes de pensar en censura, conviene observar que la relación entre arte, violencia y sociedad es mucho más compleja.
El barroco nos dejó a Caravaggio, que pintó escenas sangrientas como Judith decapitando a Holofernes. En el Siglo 19, Goya nos mostró fusilamientos y cadáveres en Los desastres de la guerra. Y en el Siglo 20, Picasso convirtió el bombardeo de Guernica en un grito universal contra la barbarie.
Ninguno de estos artistas fue censurado por representar la violencia. Entendemos que su arte no causaba guerras ni crímenes: las retrataba para que no las olvidáramos.
La misma lógica aplica a la música. En los años 80, el rap de N.W.A. en Estados Unidos fue acusado de fomentar la violencia de pandillas. Hoy sabemos que era el testimonio de comunidades afroamericanas que sufrían brutalidad policial. El rock y el punk fueron señalados como influencias peligrosas para la juventud; incluso hubo juicios contra bandas como Judas Priest, que terminaron demostrando que no había relación causal entre canciones y tragedias.
El reggae, con Bob Marley, también fue considerado subversivo; hoy es símbolo de paz y libertad.
En México, los corridos tumbados narran armas, dinero fácil y poder criminal. Pero, igual que Caravaggio o el rap, no inventan esa realidad: la reflejan. Los jóvenes los escuchan porque hablan de un entorno donde la violencia y la desigualdad son parte cotidiana. La música no es el origen; es la crónica.
Si siguiéramos la lógica de prohibir toda expresión artística que incomode, deberíamos también prohibir a Goya, Picasso, el rap, el rock y hasta el reggae. El absurdo se vuelve evidente: el arte molesto casi siempre es el más valioso, porque nos obliga a mirar lo que preferimos ignorar.
La evidencia académica es clara: no existe una relación de causalidad directa entre escuchar este tipo de música y convertirse en delincuente. Lo que sí está documentado es un efecto contributivo: estas expresiones culturales pueden reforzar un ecosistema donde la violencia y el dinero fácil se vuelven aspiracionales.
Pero la raíz del problema está en otra parte.
La violencia, la ilegalidad y la desesperanza encuentran terreno fértil en la desigualdad económica, la falta de oportunidades laborales, la ausencia de espacios recreativos y culturales, y la impunidad que permea en nuestro país. Es ahí donde debemos poner la mirada. Mientras existan barrios enteros sin opciones reales de desarrollo, mientras la escuela sea insuficiente para retener a los jóvenes, y mientras el trabajo digno sea privilegio de pocos, habrá quien busque en la música un lenguaje de resistencia, de desahogo o de aspiración distorsionada.
La violencia no nace en una canción ni en un cuadro. Nace en la pobreza, en la falta de oportunidades, en la impunidad y en la ausencia de futuro para muchos jóvenes. El desafío no es silenciar la música que incomoda, sino transformar las condiciones sociales que la hacen posible.
Los corridos tumbados, más que “música de la destrucción”, son un síntoma de una realidad social que duele. En lugar de concentrar los esfuerzos en censurar canciones o prohibir conciertos, lo que nos corresponde como sociedad y como gobierno es combatir las causas estructurales: abrir oportunidades educativas, generar empleo formal, fortalecer la cohesión comunitaria y ofrecer alternativas culturales que inspiren esperanza.
La fuerza de la cultura local
La música, al final, es vehículo: puede servir para normalizar la violencia o para sembrar solidaridad y respeto, según el contexto en el que se inserte. El verdadero reto no es silenciarla, sino transformar el ecosistema en el que se produce y consume.
En Mazatlán, y en Sinaloa en general, sabemos que la cultura puede ser motor de bienestar. Tenemos una tradición musical riquísima, desde la banda sinaloense hasta el bolero, pasando por la trova, el reggae y el rock local. Rescatar, difundir y fortalecer esas expresiones es una tarea urgente.
Como en el corrido de Los Tigres del Norte, “se les vino el circo abajo”. El telón de la historia siempre cae sobre los espectáculos de corrupción, desigualdad y violencia que pretenden sostenerse en el tiempo. Podrán llenar el escenario de ruido y artificios, pero las luces se apagan y la función termina, dejando al descubierto la desnuda verdad. Censurar la música o el arte por lo que reflejan sería como culpar al espejo de la imagen que devuelve. Lo que nos toca como sociedad no es prohibir canciones ni silenciar cuadros: es transformar el guion de fondo, escribir una obra distinta en la que la justicia, la dignidad y la esperanza ocupen el escenario principal.
El arte, ya sea pintura o música, es espejo, no causa. Atacar al espejo es cerrar los ojos; lo urgente es mirar de frente la realidad.