México es un país que se vive en capas, una nación donde los contrastes no son excepción, sino regla, y donde la contradicción parece ser no solo condición social sino esencia de su identidad.
Quien lo habita, quien lo ama y lo sufre, sabe que aquí todo puede ser cierto al mismo tiempo, la belleza desbordada de los paisajes y la crudeza de la violencia; la calidez de la gente y la frialdad de la impunidad; la abundancia de colores, sabores y música junto con la escasez de justicia, medicamentos o pan en la mesa.
¿Cómo es posible vivir en una paradoja tan profunda? La respuesta no es sencilla, porque implica reconocer que México es, desde sus orígenes, un territorio tensionado por extremos.
La historia mexicana está marcada por una colonización que impuso jerarquías raciales, políticas y económicas que nunca terminaron de desmontarse, la tierra y la riqueza quedaron en manos de unos pocos, mientras la mayoría sobrevivía a la sombra del poder. Aun después de la Independencia y de las revoluciones, la concentración del privilegio continuó, hoy, esa herencia se refleja en ciudades con zonas de lujo colindando con colonias sin servicios básicos; en universidades de prestigio que coexisten con aulas sin techo; en hospitales privados con tecnología de punta frente a clínicas públicas sin medicamentos.
Esa desigualdad no es un accidente, es estructura y sobre ella se han levantado tanto la modernidad como la precariedad que definen a México.
Otro rostro de la paradoja es la violencia. El país que inventa el mariachi, que llena de flores sus altares y que celebra la vida con fiestas interminables, es también el país que vive con más de 100 mil desaparecidos, con masacres que ocupan los titulares de la prensa y con madres buscadoras que excavan la tierra esperando encontrar huesos de sus hijos.
La violencia no es solo la del crimen organizado; es también la del hambre, la de la corrupción, la de la injusticia que nunca llega, es la sensación de que el Estado se ausenta en lo fundamental y se exhibe en lo superfluo.
Sin embargo, en medio de esas heridas, florece una vitalidad difícil de explicar, quizá porque los mexicanos han aprendido a resistir con lo que tienen: con humor, con música, con familia. El mariachi en la plaza, los tacos en la esquina, la fiesta patronal en el barrio funciona como pequeñas trincheras contra la desesperanza, la cultura popular se convierte en refugio frente a la adversidad.
Por eso México también es un país de artistas, de deportistas y de académicos que, con recursos limitados, logran reconocimiento internacional, la creatividad mexicana no es lujo, es estrategia de supervivencia.
Vivir en México es convivir con la contradicción sin la posibilidad de elegir una sola cara, es disfrutar de la comida más rica del mundo mientras se sabe que hay comunidades que pasan hambre, es celebrar el Día de Muertos mientras el país enfrenta una crisis de desaparecidos, es aplaudir a jóvenes que triunfan en ciencia y deporte mientras se piensa en millones de otros jóvenes sin oportunidades.
México es a la vez herida y celebración, duelo y fiesta, carencia y abundancia y quizá ahí se encuentra su fuerza, en la capacidad de sostener lo contradictorio, de no dejar que la violencia anule la alegría ni que la alegría oculte la violencia.
El reto, entonces, es no acostumbrarse, no aceptar la paradoja como destino inevitable sino como campo de disputa. La belleza de México debe recordarnos lo que podemos ser; la violencia, lo que no debemos permitir, la cultura es resistencia, pero también exigencia.
Vivir en México es habitar un país que no cabe en una sola narrativa y quizá, lo más honesto es reconocer que somos un pueblo que baila sobre el filo de sus contradicciones, que canta frente a la muerte, que ríe frente al dolor, que celebra, incluso, cuando llora.
La paradoja mexicana es insoportable y fascinante, es también, en el fondo, una invitación a no dejar de soñar un país distinto, a no renunciar a la esperanza de que un día la fiesta y la justicia puedan convivir sin contradecirse.