Los niños ya no juegan.
Crecer en tiempos de guerra

24/06/2025 04:02
    Sinaloa, Gaza, Ucrania. Nombres que se pronuncian distinto, pero que hoy comparten una herida común: la infancia mutilada por la guerra.

    Hay lugares donde los niños ya no juegan.
    No porque se hayan olvidado del escondite, la cuerda o las canicas, sino porque el sonido de la risa ha sido reemplazado por el zumbido de los drones, el estallido de los rifles o la orden de “tirarse al suelo”.

    Sinaloa, Gaza, Ucrania. Nombres que se pronuncian distinto, pero que hoy comparten una herida común: la infancia mutilada por la guerra.

    En Sinaloa, donde la guerra no se llama guerra, 39 menores han sido asesinados en ocho meses recientes. No son daños colaterales: son niños muertos por balas que no se detienen ante la inocencia. Otros más están desaparecidos, y aunque sus rostros cuelgan de postes y redes, la vida sigue como si no faltara nadie.

    En Gaza, la devastación ha dejado un hueco abismal: más de 50 mil niños han muerto o sido heridos desde octubre de 2023. Casi 700 mil han sido desplazados, y muchos ya no tienen ni hogar, ni escuela, ni padres. Lo que tienen es miedo, hambre, y un trauma tan profundo que no cabría en ningún diagnóstico.

    En Ucrania, donde la nieve cubre tanto cadáver como juguete abandonado, suman 669 niños muertos, mil 854 heridos y más de 1.5 millones con estrés postraumático. Son cifras que parecen frías, pero cada número es una historia interrumpida y una voz que se apagó antes de cantar.

    El filósofo Giorgio Agamben escribió sobre la figura del homo sacer: aquel a quien se le puede dar muerte sin que eso sea considerado crimen ni sacrificio. ¿No es acaso eso lo que se ha hecho con estas infancias? Declararlas prescindibles, colaterales, sacrificables, no por odio directo hacia ellos, sino por la violencia estructural que los deja en medio, siempre en medio.

    Vivimos en una sociedad, donde todo dolor se privatiza y se evita mirar de frente. El niño que crece en guerra no sólo sufre la violencia externa, sufre también el abandono simbólico: el mundo decide no ver su angustia.

    Porque ¿qué significa crecer entre disparos? Significa aprender a distinguir los sonidos de las balas, a saber en qué calle no jugar, a reconocer el terror en la voz de tu madre, incluso cuando intenta sonreír. Significa que tu primera palabra tal vez no sea “mamá”, sino “peligro”.

    La guerra no sólo mata cuerpos: destruye posibilidades. En Gaza, más de 5 mil 800 estudiantes han muerto, 7 mil 800 han sido heridos y más de 280 escuelas han sido destruidas. En Ucrania, miles de planteles sirven como refugios y 5.5 millones de estudiantes han visto interrumpida su educación y en Sinaloa, cada balacera obliga a suspender clases, a cerrar comunidades enteras.

    Como diría Simone Weil, “la atención es la forma más pura de generosidad”. Pero hoy parece que hemos perdido la capacidad de prestar atención a lo que no nos conviene ver, a esas aulas vacías, a esos cuadernos manchados de polvo, tierra y sangre. Los efectos son cuantificables hasta cierto punto, se cuentan las muertes, los desplazamientos, los traumas clínicos. Pero ¿cómo se mide el alma de un niño que dejó de soñar? ¿Cómo se registra la tristeza que no cabe en un diagnóstico? ¿Qué estadística recoge la mirada perdida de un pequeño que jugaba con tierra y de pronto aprendió lo que es una ráfaga?

    Estudios de UNICEF hablan de ansiedad severa, insomnio, irritabilidad, mutismo selectivo, pero ningún PDF puede traducir el silencio de un niño que vio morir a su padre, ninguna gráfica puede mostrar lo que significa crecer sin abrazos porque todos tienen miedo, incluso de tocarse.

    Podríamos seguir creyendo que son otros. Que esos niños no son nuestros, que la guerra ocurre lejos o que “aquí ya estamos acostumbrados”. Pero como escribió Eduardo Galeano, “la indiferencia mata más que las bombas”. Y tú lo sabes, porque también has escuchado sirenas, o helicópteros que no anuncian esperanza, porque también has tenido que responderle a un niño si hoy hay escuela, si ya pasó la balacera.

    Queda mirar de frente, nombrar, documentar, con la intención de aprender, de no repetir, de hacer memoria, esa que tanta falta nos hace, queda luchar porque en Sinaloa, en Gaza, en Ucrania, y en tantos lugares más, ser niño no signifique correr más rápido que una bala.

    Queda recordar que cada guerra que deja un niño sin infancia no sólo destruye su mundo, destruye el nuestro.

    Y queda escribir. Para que, al menos por un instante, el mundo se detenga a escuchar lo que ya no se atreven a gritar los que apenas aprendían a hablar.

    Gracias por leer hasta aquí. Nos leemos pronto.

    Es cuanto.