La nueva etapa de la guerra contra las drogas: la bomba que se avecina
Estados Unidos está preparando una bomba contra México. Son demasiadas señales las que lo indican: la declaración de los grupos traficantes de drogas como grupos terroristas, la sustracción de Ismael “El Mayo” Zambada, la cancelación de la visa de la Gobernadora de Baja California, Marina del Pilar, y de su esposo, la “entrega” a autoridades estadounidenses de 17 familiares de Ovidio Guzmán López, como parte de una cooperación entre este y el Gobierno estadounidense.
Con el gobierno de Trump se ha iniciado una nueva etapa en la “guerra contra las drogas”, una estrechamente relacionada con el estilo de gobernar personal del Presidente estadounidense, quien a poco más de sus primeros 100 días de gobierno se ha caracterizado por la toma de decisiones apresuradas e improvisadas; por la presión a sus socios y gobiernos aliados por la búsqueda de resultados inmediatos sin importar las consecuencias. Su política de drogas ha sido igual: ha presionado al Gobierno mexicano por realizar acciones contundentes contra el tráfico de drogas y las organizaciones dedicadas a esta actividad bajo la amenaza de que, de no dar los resultados esperados, el Gobierno estadounidense tomaría el problema totalmente en sus manos. Y en términos prácticos es lo que ha estado haciendo con acciones constantes que implican violaciones a la soberanía nacional, como la ya mencionada extracción de Ismael Zambada.
Pero la intervención estadounidense en México no es nueva y siempre han tenido la batuta en la definición de la política de drogas en nuestro País. Desde la época del primer zar antidrogas estadounidense, Harry J. Anslinger, México ha sido un objetivo importante en la política de combate a las drogas al ser identificado como país de origen de varias sustancias ilegalizadas, en cuya frontera tiene lugar la mayor cantidad de tráfico. Desde mediados de los años 50 hasta la fecha, la relación México-Estados Unidos en el combate a las drogas ha visto etapas de estabilidad, donde México aceptaba cooperar sin mayores reticencias, y también periodos de tensión, como el derivado del asesinato del agente de la DEA, Enrique Camarena, en suelo mexicano y por reconocidos capos de la droga pertenecientes al identificado como el Cártel de Sinaloa.
Este último evento no sólo tuvo repercusiones en las relaciones diplomáticas entre México y Estados Unidos, con la total cooperación de las autoridades mexicanas con las estadounidenses en el combate a las drogas, sino en la política interna de nuestro País. Al Gobierno mexicano no le quedó mayor opción que extinguir a la Dirección Federal de Seguridad (DFS), lo que impactó la correlación de fuerzas en el campo de las drogas al permitir a los grupos traficantes independizarse del control político, con lo cual se invierte esta relación a como la conocemos ahora: capos controlando, mediante amenazas o sobornos principalmente, a representantes públicos y autoridades de todos los niveles.
Como mayor punto de cooperación en la relación tenemos la llamada “guerra de Calderón”: en el marco de la Iniciativa Mérida de entrega de armamento, entrenamiento e inteligencia de agencias de seguridad estadounidenses, el Gobierno mexicano refuerza el despliegue de personal militar a lo largo de territorio nacional y la estrategia se vuelca a los ataques frontales a los grupos traficantes de drogas, donde se prioriza la captura de líderes (Kingpin Strategy), con el saldo de violencia y la terrible pérdida de vidas humanas que ya conocemos.
En la actualidad tenemos un gobierno estadounidense que no se contenta con la cooperación total, sino que busca la subyugación irrestricta del Gobierno mexicano a sus designios en la política de drogas. La administración de Joe Biden fue paciente con el gobierno de Obrador, aunque demostró su descontento con la política de “abrazos, no balazos” y con las varias declaraciones del Presidente mexicano de que la guerra contra las drogas se había acabado. Asimismo, en varias ocasiones el ahora ex Presidente cuestionó fuertemente las acciones de la DEA, principalmente la efectividad de sus acciones, y rechazó su labor dentro de nuestro País. Actualmente nos encontramos en un punto de alta tensión en la relación bilateral, comparable al que se vivió tras el asesinato de Enrique Camarena. Donald Trump ha reiterado en diversas ocasiones que México no ha hecho lo suficiente para frenar el trasiego de drogas, y, en consecuencia, ha adoptado medidas para presionar al gobierno mexicano con el fin de que autorice el ingreso de tropas estadounidenses en territorio nacional.
Si bien la guerra contra las drogas no concluyó con el gobierno de López Obrador -como lo demuestran acciones como la entrega del control de la seguridad pública al Ejército en detrimento de las autoridades civiles y el rechazo a alternativas como la legalización de las drogas-, es evidente que el ex Presidente limitó ciertos aspectos de la cooperación con Estados Unidos. En particular, restringió el margen de acción de las agencias estadounidenses en territorio nacional, lo que explica los actuales reclamos de Washington por ahora obtener una total libertad operativa. Las medidas de presión para lograr su objetivo son cada vez mayores y amenazan con subir su intensidad. Cuando digo que Estados Unidos prepara una bomba, me refiero a que preparan una acción que puede sacudir hasta los cimientos de nuestro sistema político, todo a partir de las declaraciones obtenidas por los capos que ahora son informantes en sus investigaciones: acusaciones a políticos federales de alto nivel, a gente cercana a la Presidenta o hasta una acusación en contra del expresidente AMLO por una presunta colaboración con los grupos traficantes de drogas.
La pregunta no debería ser si la Presidenta Claudia Sheinbaum cederá ante las presiones de los Estados Unidos, sino cuánto está dispuesta a ceder. No se acusa a la Presidenta de estar a favor de la injerencia, más bien se reconoce que Estados Unidos es una potencia imperialista y que el Presidente Trump no pretende detenerse hasta obtener lo que quiere y, frente a este Leviatán, qué mayor defensa podemos tener más que cederles algunos espacios para apaciguar la brutalidad del vecino del norte. ¿Nuestra débil democracia será capaz de resistir esa bomba?
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El autor es Licenciado en Ciencias Políticas y maestro en Estudios Políticos, ambos grados por la UNAM. Realizó el Diplomado en Defensa y Seguridad Nacionales en la UNAM y se especializa en análisis de seguridad pública, delincuencia organizada y control territorial. Ha sido funcionario público federal y local (Inegi, FGR y SSC-CDMX).