Cuando escuchamos que una gran empresa o un empresario hizo una gran donación, desafortunadamente muchas veces lo primero que surge no es admiración, sino sospecha.
“Seguro lo hizo para deducir impuestos”, “es puro lavado de imagen” o “así cualquiera dona”. Estos comentarios distorsionan la realidad y terminan apagando el gran valor de lo que podría ser una fuerza transformadora: la filantropía.
Uno de los mitos más arraigados es que los ricos y las grandes empresas donan únicamente para deducir impuestos.
En México, las donaciones a organizaciones autorizadas pueden deducirse, pero hasta un porcentaje limitado, en el caso de empresas, el 7 por ciento de la utilidad fiscal. Sin embargo, esto no sucede automáticamente ni en cualquier circunstancia.
Para que sea deducible, el donativo debe cumplir condiciones claras: entregarse a una Donataria Autorizada inscrita ante el SAT, ser un donativo “puro” sin contraprestación, es decir, el que dona no puede recibir algo a cambio de su donativo.
Además se debe contar con un CFDI con la leyenda correspondiente, respetar el tope del 7 por ciento sobre la utilidad fiscal del año anterior y registrarse correctamente en la declaración anual.
Además, la empresa debe estar al corriente con todas sus obligaciones fiscales. Si alguno de estos requisitos no se cumple, la deducción simplemente no procede.
Esto significa que donar sigue representando un gasto real para la empresa. La deducción solo reduce la base gravable, no devuelve el dinero donado.
Por ejemplo, si una empresa dona 100 pesos, podrá descontar esa cantidad de la base sobre la que paga impuestos, pero no recupera los 100 pesos.
Otro mito frecuente es que las fundaciones privadas son un disfraz para el lavado de dinero o un simple instrumento para desviar recursos.
Si bien en el México y Sinaloa particularmente han existido casos de mal uso, todas las IAP de Sinaloa estamos reguladas y auditadas.
Presentamos informes al SAT y la Junta de Asistencia Privada de Sinaloa, un órgano descentralizado de gobierno del estado que además de fortalecer a las IAP, es un ente que supervisa y audita rigurosamente.
Además, estamos obligados a demostrar en qué gastamos cada peso y podemos perder la autorización si incumplimos. Operar una fundación no es sencillo; requiere un compromiso constante, un equipo profesional y transparencia.
Es cierto que la filantropía mejora la reputación y puede servir como estrategia de relaciones públicas. Pero reducirlo solo a eso es injusto.
Muchas empresas, al involucrarse en causas sociales, terminan transformando prácticas internas, estableciendo políticas de responsabilidad social más sólidas y generando cambios sostenibles.
Incluso si la motivación inicial fuera mejorar la imagen, si la acción es consistente, transparente y genera impacto real, el beneficio social existe y no debería despreciarse.
Finalmente, está la idea de que si una persona es millonaria, debería “donarlo todo” para resolver los problemas del mundo.
Es cierto que la concentración de riqueza es un tema que debe debatirse, pero también es verdad que la filantropía no reemplaza la responsabilidad del Estado ni los cambios estructurales que la sociedad necesita.
Los grandes donantes no son los salvadores únicos, pero sí son aliados valiosos cuando sus aportes se suman a esfuerzos colectivos, especialmente en emergencias, proyectos innovadores o causas olvidadas.
La desconfianza a todo lo que tenga que ver con donación no es propia de las grandes donaciones o grandes empresas, solo basta ver la gran desconfianza, pero sobre todo desconocimiento que rodea a los redondeos en tiendas de autoservicio.
Las personas no donan sus pesos o centavos por desconfianza. Cuando esta más que probado que el recurso de los redondeos siempre llega a nuestras instituciones y tienen un gran efecto transformador.
Detrás de cada donación importante hay una combinación de razones: incentivos fiscales, reputación, compromiso social, legado familiar o incluso una experiencia personal que marcó al donante.
Ninguna de estas motivaciones es necesariamente negativa. Lo esencial es que exista transparencia, que los recursos lleguen a quienes más lo necesitan y que se fomente la confianza en el ecosistema filantrópico.
En lugar de ver con desconfianza automática a quienes donan en grande, deberíamos impulsar una cultura en la que tanto personas comunes como grandes corporaciones se sientan motivadas a aportar.
Porque si algo es seguro, es que sin esos recursos, vengan del bolsillo de un ciudadano o de una empresa multinacional, muchas causas y comunidades quedarían desatendidas.
Y el verdadero fracaso no sería que una donación tenga detrás un beneficio fiscal o reputacional, sino que, por prejuicio, dejemos de recibirla.