En las últimas semanas se han publicado varias noticias -más que de costumbre- sobre posibles actos de corrupción por parte de diversos actores de la vida política.
La reacción de la Presidenta ante esto ha sido doble. Por un lado, ha dicho que se trata de una campaña de quienes se oponen a su proyecto político y, por otro, ha sugerido que se trata de meros rumores en tanto no se presentan pruebas.
Hay que decir que esa no fue la conducta ni de ella ni de su grupo cuando eran oposición, pues rápidamente acusaban con dedo flamígero a cualquier miembro del gobierno sobre el cual hubiera sospechas de corrupción, aunque no se hayan presentado pruebas.
Más allá de esto, habría que aprovechar la ocasión para meditar nuevamente sobre qué produce la corrupción y cómo se puede aminorar la probabilidad de que esta ocurra.
En general se puede decir que sólo existen dos maneras -al menos por ahora- para enfrentarla: la institucional y la moral.
En cuanto a la segunda, hay razones para pensar que el ex-Presidente López Obrador promovió la idea de que la conducta humana se puede corregir meramente a través de consignas morales. Algunas de sus frases como “no somos iguales” o “purificar la vida pública”, entre otras, apuntaban en esa dirección. Existía también la convicción de que si el Presidente no incurría en actos de corrupción, eso se iba a convertir en un ejemplo tan edificante que se reproduciría rápidamente en los diversos escalones del Gobierno. No es la primera vez que esta vía se intenta en nuestro país. Recordemos la llamada renovación moral propuesta por el Presidente Miguel de la Madrid.
En cuanto a la solución institucional, esta se funda en una concepción menos optimista del ser humano. De acuerdo con esta concepción, la mayor parte de la gente - si no es que toda - no va a variar su forma de ser sólo por los llamados a hacerlo por parte de algún líder moral. Fue James Madison quien expresó con inusual certeza la solución institucional al problema cuando señaló que “la ambición debe contrarrestar la ambición”. Esto se expresa, en la práctica, en el diseño de instituciones que vigilen a otras instituciones para que el resultado final sea una reducción significativa de actos al margen de la Ley.
Se puede decir que, en una parte sustancial, la solución institucional es la propuesta verdaderamente liberal al problema de la corrupción. Fue a partir de la década de los 90 cuando se comenzó a intentar esta vía en México. Muchos pensamos que si no fue tan exitosa es porque no se planteó bien o porque se puso mal en la práctica el diseño institucional. Lo que hay que hacer entonces es pensar en un nuevo replanteamiento.
Como liberal tiendo a privilegiar la solución institucional, aunque debo decir que quizás esta deba ser complementada por una versión más poderosa de la solución moral. Esta última tiene que ver con el sistema educativo. Es casi indudable que hemos fallado en impartir una verdadera educación cívica en nuestro País. Esto debe cambiar. El amor por los valores republicanos, democráticos y liberales debe inculcarse desde los primeros años de vida del ser humano para que estos se puedan convertir en ciudadanos más virtuosos de lo que son ahora.
Una educación que vaya en este sentido y un nuevo diseño institucional del gobierno deben ser los pilares de un nuevo país en donde la corrupción se pueda reducir al mínimo. En ello hay que abocarse.