23% de votos nulos y 87%
de abstención. Éxito rotundo

06/06/2025 04:01

    En el tejido de la democracia, el voto es la hebra invisible que une al pueblo. Un signo tan silencioso como definitivo, que condensa en una marca el deseo de un mundo mejor o el desencanto de uno que se desvanece.

    En la elección judicial celebrada el 1 de junio, el voto nulo se volvió protagonista: una cifra que no solo rompe estadísticas, sino también paradigmas.

    Con el 99.69 por ciento de las actas computadas, el Instituto Nacional Electoral ha reportado que el 23.07 por ciento de los votos emitidos para la designación de ministras y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación fueron anulados.

    Esta cifra no tiene precedentes: es, con amplitud, la más alta en al menos dos décadas de historia electoral nacional. Ni las elecciones presidenciales ni las intermedias ni las de mayor polarización han registrado un porcentaje semejante.

    A manera de contraste, los votos nulos en las elecciones federales recientes oscilaron entre el 2.3 y el 3.9 por ciento. El salto es brutal.

    Ceremonia vacía

    Más revelador aún es que esta cifra de votos nulos se suma a un dato igualmente inquietante: apenas el 13 por ciento del Listado Nominal acudió a las urnas. Es decir, de cada 100 ciudadanos convocados, menos de 13 participaron. Y de esos, casi una cuarta parte terminó anulando sus decisiones.

    ¿Cómo hablar de éxito cuando el silencio es la mayor respuesta? ¿Cómo presumir una victoria popular cuando el pueblo decidió no ir o invalidar su propia voz?

    Es como organizar una boda para 100 invitados y que sólo lleguen 13. De esos pocos, tres rompen el plato, otros se marchan sin probar el pastel, y los que se quedan no bailan. Pero aun así, la anfitriona insiste en que fue una celebración memorable.

    Esa es la narrativa de quienes hoy pretenden maquillar la baja participación y el voto nulo como si fueran expresión de respaldo ciudadano. No lo son. Son, en todo caso, la evidencia de una ceremonia vacía, de un ritual que no convoca.

    Este fenómeno no puede explicarse de forma unidimensional. Los votos nulos son el resultado de una doble corriente subterránea que converge en el mismo destino. Por un lado, está el error: personas que, ante la complejidad de una boleta inédita, incurrieron sin saberlo en formas de marcación que la ley considera nulas. Por otro, está la intención: ciudadanas y ciudadanos que, conscientes del acto, decidieron anular su voto como expresión de protesta, rechazo o impugnación simbólica.

    Ambos caminos, uno involuntario y otro deliberado, llegan al mismo punto: el de la nulidad legal. Pero no por eso son vacíos. En esa cifra sin voz retumba el malestar de una ciudadanía que se resiste a ser cooptada.

    Diseño sin enfoque ciudadano

    La clave para comprender la magnitud del voto nulo en esta elección está en el diseño mismo de la boleta. A diferencia del paradigma tradicional donde una boleta equivale a un solo voto, la boleta judicial contenía nueve recuadros, cada uno correspondiente a una candidatura distinta. Por tanto, cada boleta podía registrar hasta nueve votos. Es decir, por primera vez, el voto se desdobla, se multiplica, se fractura en múltiples decisiones contenidas en un solo papel.

    Este quiebre del paradigma electoral, lejos de ser una sofisticación, generó confusión. Muchos electores no comprendieron que podían marcar hasta nueve recuadros distintos sin repetir número de candidatura. Otros, simplemente, decidieron no marcar ninguno. En ambos casos, el resultado fue el mismo: la anulación del voto, sea por error o por rechazo. Lo paradójico es que, mientras el voto nulo legalmente no cuenta, políticamente se convierte en una señal de emergencia.

    Votos nulos sin matices

    El Consejo General del INE, en su afán de ordenar el cómputo de esta elección atípica, creó una tercera categoría: “recuadros no utilizados”. Sin embargo, esta distinción administrativa rompe con la claridad jurídica de la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales, cuyo artículo 529 establece una clasificación binaria: los votos son válidos o son nulos. No hay una tercera vía. Aquellos recuadros no marcados, o con marcas que no permiten identificar la voluntad, deben clasificarse como nulos. Así lo manda la ley.

    La intención del INE fue legítima: distinguir entre errores operativos y decisiones voluntarias. Pero el resultado ha sido ambiguo. Al crear una categoría que no existe en la ley, se corre el riesgo de diluir la fuerza simbólica del voto nulo y subestimar su peso político. Porque cada voto anulado es un espejo de la desafección, un mensaje cifrado en el lenguaje del desencanto.

    El 23.07 por ciento de votos nulos no es un accidente, es una advertencia. Es la señal de una democracia que cruje, no por falta de mecanismos, sino por exceso de simulaciones. Las elecciones, o son auténticas, o los ciudadanos libres no iremos a las urnas. Es un eco que nos recuerda que el poder no se legitima sólo con urnas llenas, sino con significados claros. Que votar no es obedecer, sino decidir.

    Hoy, cuando las cifras parecen gritar más que los discursos, el voto nulo emerge como un acto de conciencia colectiva. No es la ausencia de voluntad, sino su transformación en gesto. Un gesto que pretende interrumpir el curso lineal del tiempo: un instante donde la democracia se ve obligada a preguntarse por su propio sentido. Y esa pregunta, cuando es sincera, puede ser el principio de la esperanza.