1 de junio: entre las urnas y el abismo

20/05/2025 04:01
    La pregunta no es si México está en riesgo de autocratización. La evidencia es clara: concentración de poder, debilitamiento institucional, persecución de disidencias, amenazas sistémicas a la libertad de expresión y sobrerrepresentación legislativa que falsea la voluntad popular. La pregunta es si reaccionaremos a tiempo.

    La democracia se está deshaciendo como una bandera vieja al viento. No ha muerto, como algunos insisten en proclamar con apuro, pero sí está enferma. Gravemente. Como cuerpo golpeado por dentro, sin sangre a la vista, pero con órganos vitales dañados. Lo que parecía una república en marcha se ha vuelto una parábola que declina. Este es ya un país distinto al que generaciones completas de demócratas soñamos construir.

    Desde 2018 se ha emprendido un viraje que parece escrito en tinta invisible para quienes ostentan el poder. Bajo la promesa de una autodenominada Cuarta Transformación, el Presidente Andrés Manuel López Obrador concentró el poder con una mezcla de carisma, polarización y estrategia clientelar. El lenguaje ha sido su principal arma: ha dividido al país en dos trincheras “el pueblo bueno” y “la mafia del poder”, borrando con esa falsa dicotomía la pluralidad que toda democracia requiere para respirar.

    La política, en su sentido más noble, es diálogo entre distintos. Pero el régimen ha optado por otra ruta: debilitar instituciones, arrinconar a los críticos, extinguir los matices. Ha reemplazado el debate público con monólogos matutinos. Las becas y transferencias sociales, necesarias sin duda en un país desigual, han sido transformadas en mecanismos de lealtad electoral, sin evaluación, sin transparencia, sin futuro. Pan sin justicia. Pan sin ciudadanía.

    El ataque al árbitro electoral ha sido uno de los actos más corrosivos. Lo que a generaciones tomó décadas construir, ha sido erosionado con discursos que buscan sustituir reglas por voluntades. Porque ahí está la clave: se gobierna como si la voluntad de uno bastara para definir el destino de todos. Como si la democracia no fuera más que una molestia pasajera en el camino hacia la “verdadera transformación”.

    Pero hay resistencias. Y en ellas reside la esperanza. Millones salieron a marchar en defensa del INE autónomo. Miles se alzaron para defender la independencia judicial, a sabiendas de que sin contrapesos no hay derechos, y sin derechos no hay ciudadanos: hay súbditos. Esa ciudadanía, aún golpeada y a veces dispersa, es la que puede torcer el rumbo.

    Luigi Ferrajoli lo advierte: toda democracia requiere límites al poder, no sólo para frenar abusos, sino para garantizar la dignidad de quienes no piensan igual. Adam Przeworski añade que la condición mínima de una democracia es la incertidumbre en las elecciones. Hoy, esa incertidumbre, la posibilidad real de que el poder cambie de manos, está en peligro. La elección judicial es tan profundamente antidemocrática que, sin importar quién gane las posiciones, el Poder Judicial independiente ya ha sido arrebatado por el régimen.

    La pregunta no es si México está en riesgo de autocratización. La evidencia es clara: concentración de poder, debilitamiento institucional, persecución de disidencias, amenazas sistémicas a la libertad de expresión y sobrerrepresentación legislativa que falsea la voluntad popular. La pregunta es si reaccionaremos a tiempo.

    Como escribió Mark Twain, la historia no se repite, pero rima. México ya vivió un Siglo 20 marcado por un partido hegemónico, elecciones sin competencia real y una cultura cívica secuestrada por el miedo o el conformismo. Hoy, el horizonte nos muestra señales similares. La diferencia es que ahora tenemos memoria. Y esa memoria es el primer dique frente al autoritarismo.

    Recuperar la democracia no será obra de un solo líder ni de una elección ni de un discurso brillante. Será el resultado de un esfuerzo en coro: ciudadanía activa, instituciones autónomas que se rehagan a sí mismas, prensa libre, oposición unida en lo esencial, y una nueva ética pública que renuncie a la impunidad disfrazada de justicia social.

    A veces, se necesita mirarse al abismo para decidir no caer. Estamos en ese umbral. La democracia mexicana no se restaurará con nostalgia, sino con coraje. No basta con decir “esto no debe continuar”. Hay que actuar. Porque como dijo Octavio Paz: “La libertad es el derecho de decir no. Pero también el deber de decir sí al porvenir”.

    Y ese porvenir exige que digamos sí al pluralismo, sí a la participación. Porque si no cuidamos la democracia hoy, mañana solo podremos recordarla. O quizá, ni eso.